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¿Y si el deseo fuera también un algoritmo? Los hombres que leían mi mente pero no sabían qué hacer con ella
La primera vez que sentí la palabra clave “INTERFACES NEURONALES” fue dentro, no fuera. Y no me refiero al laboratorio, ni al protocolo experimental, ni a la bata blanca del Dr. Moretti que olía a sándalo y whisky barato. Me refiero a una especie de zumbido interno, como si alguien me hubiera conectado un cable invisible a la nuca mientras yo tomaba café y miraba cómo ellos, los cinco, me miraban.
“Era el centro de la sala. Y de la mente de todos.”
No era una fantasía. No era un sueño. Tampoco era una orgía ni un capítulo de ciencia ficción barata. Era martes, creo. Y yo era la única mujer en una oficina que parecía diseñada por Kubrick en colaboración con algún fabricante de juguetes sexuales. Todo blanco, todo aséptico, pero con un brillo raro en las paredes, como si el deseo flotara por los conductos de ventilación.
Ellos eran cinco. Ingenieros, programadores, uno incluso poeta a medio tiempo. Ninguno sabía realmente qué hacíamos allí. O tal vez sí, pero fingían no saberlo. Eso me excitaba más que cualquier conversación inteligente: su forma de no mirar directamente el elefante en la habitación, que era yo, con mi falda negra y mi diadema de control neural perfectamente calibrada.
Porque sí, trabajábamos con interfaces neuronales. Pero también con otra cosa menos visible: con fantasías compartidas.
Este relato es una variante de este otro publicado por mi en Medium: I work with 5 men… and I’m going to fuck them all.
El sexo, ese viejo lenguaje traducido a código binario
Hace un tiempo creíamos que el futuro llegaría con coches voladores. Pobres ilusos. Lo que llegó fue mucho más íntimo y más implacable: la conexión directa entre cerebro y máquina, y entre cerebro y cerebro. Imagínate poder saber con una precisión de microsegundos lo que otro desea, incluso antes de que él mismo lo sepa. Imagínate saber que ese deseo está dirigido hacia ti, como un misil de calor. Imagínate multiplicarlo por cinco.
Eso era mi día a día.
Y no era que ellos supieran lo que yo pensaba, no exactamente. Era más bien como si estuviéramos todos nadando en la misma piscina de impulsos eléctricos, y de vez en cuando alguno me rozaba el tobillo con el pensamiento.
No había que decirlo en voz alta. De hecho, decirlo rompía la magia. Pero yo lo sabía. Ellos lo sabían. Y mi esposo, curioso personaje, lo supo antes que yo.
“Hay cosas que solo se entienden desde fuera del deseo. O desde muy dentro.”
Me dijo que adelante. Que lo hiciera. Que lo explorara. Que me convirtiera en lo que ellos ya veían sin atreverse a nombrar. Yo no necesitaba su permiso, pero su entusiasmo fue como un gatillo.
El cuerpo como interfaz, el placer como protocolo
Lo primero que aprendí es que ningún software soporta la intensidad del deseo humano sin colapsar. Lo segundo, que ningún hombre soporta sentirlo todo sin confundirse. Lo tercero, que hay una diferencia crucial entre querer poseer y saber entregarse.
Al principio, los dejaba jugar con la fantasía. Les mostraba escotes sutiles, frases ambiguas, silencios prolongados. Ellos respondían con más datos, más precisión, más protocolos. Creían que el control era poder. Pobres. El poder estaba en saber perderlo.
Mi estrategia no era seducirlos a todos a la vez. No. Era más lenta, más cruel. Uno por uno. Sin apuro. Con una metodología casi científica. Les ofrecía un fragmento de mí, como se ofrece un trozo de carne al león: con respeto, pero también con superioridad.
Porque sí, yo sabía lo que estaba haciendo. Ellos solo sentían.
El sexo no fue la recompensa, fue el experimento
Y ocurrió. No todo al mismo tiempo, claro. Hubo primero un beso detrás del servidor central, donde la temperatura subía tanto como nuestros latidos. Luego, una mano temblorosa en la sala de descompresión. Después, una noche entera de conexiones intensas y fallos de sistema.
Cada uno reaccionó de forma distinta. Uno lloró. Otro quiso repetirlo como si fuera una droga. Otro desapareció un par de días. Uno se obsesionó. Y el último… el último escribió un poema que aún no entiendo, pero que tengo impreso y pegado en mi nevera como si fuera un trofeo.
Lo curioso es que el experimento funcionó. Pero no como ellos pensaban.
No era yo la que se diluía entre cinco cuerpos. Eran ellos los que se reconfiguraban alrededor de una nueva realidad: la de una mujer que no quería amor, ni validación, ni pertenencia. Solo quería ver hasta dónde llegaba su propio deseo. Y qué hacía el de ellos cuando se sentía leído, expuesto, desnudo, desarmado.
“Un cuerpo puede mentir. Un pensamiento en red, jamás.”
“No eres tú, soy todas tus proyecciones”
Hubo un día, quizá el único, en que todos estuvimos en la misma habitación, sin palabras, sin guiones, sin necesidad de fingir. Conectados por la red neural y por algo más ancestral que los bits: la necesidad de rendirse. De dejar de calcular. De cerrar los ojos y sentir.
Nadie lo dijo, pero todos sabíamos que ese era el clímax real. No el orgasmo, no el contacto físico, no la transgresión. Sino esa mezcla de vértigo y paz que ocurre cuando dejas de luchar contra lo inevitable.
Después de eso, volvimos al trabajo. O al menos fingimos que lo hacíamos. La tensión se diluyó, el misterio se convirtió en rutina. El deseo ya no flotaba por los conductos: ahora estaba dentro, latente, como una contraseña que ya no se usa pero que nadie se atreve a borrar.
Yo seguí allí un tiempo. Luego me fui.
Pero me llevé algo que no aparece en los informes ni en los registros del sistema: la certeza de haber sido muchas, todas, una y ninguna. De haber hackeado no un código, sino un conjunto de fantasías masculinas diseñadas para no ser confrontadas.
Y lo hice con la más antigua de las armas: una mirada que dice “sé lo que piensas, y no me asusta”.
“En boca cerrada no entran algoritmos” (Sabiduría de abuelas hacker)
“Los sueños de la razón producen interfaces” (reinterpretación libre de Goya)
El deseo no es sucio, es simplemente más rápido que la lógica
Trabajar con cinco hombres no fue el reto. Hacer que se miraran entre ellos, sí.
¿Y tú? ¿Qué harías si pudieras sentir lo que el otro desea antes que él mismo lo sepa? ¿Te rendirías… o aprenderías a dominarlo?
¿Te atreverías a ser el experimento?